Martina no podía imaginarse que se podía sentir tanto dolor con el amor. Su primera discusión, sus primeras lágrimas, su primer frío. Esa mañana Alan le había puesto un whatsapp diciéndole que se verían sobre las 8 de la tarde en el parque, como tantas tardes hacían.
Se le había olvidado totalmente realizar los deberes de física. Encima, en tres días tenía un examen. Cuando llegó a casa por la tarde, antes de quedar con Alan, su madre había montado en cólera:
―¿Pero no pensarás salir sin haber terminado los deberes, no? ¿Dónde vas tan arreglada? ¡No sales! ¡Castigada para el resto de la semana!
Martina miraba a su madre con los ojos muy abiertos mientras pensaba: ¡Por Dios y encima hoy es miércoles!
―Mamá, por favor, te lo juro, los hago en cuanto vuelva, por favor, por favor…
―Pero… ¿dónde vas a toda prisa? Esto no me está gustando nada. Últimamente te veo un poco rara, ¿no te habrás enamorado, ¿verdad?, o peor aún, ¿no te estarás drogando , no?
―Mamaaaá, por favor… ¿enamorarme yo?, ¿drogas yo? Cogió sus cosas y salió corriendo de su casa. Menos mal que su madre accedió a que en cuanto volviese haría los deberes y repasaría el tema del examen de física.
Alan la estaba esperando tal cual habían quedado. Martina llegaba muy nerviosa.
―Vaya careto traes ―le dijo Alan sorprendido por su apariencia.
—La verdad es que he tenido una movida para salir que no veas, mi madre casi me mata, se me ha pasado totalmente el hacer los deberes de física y encima teniendo el examen–.
Alan la miró extrañado porque sabía que Martina era muy estudiosa, que nunca había sacado un suspenso y no quería que por su culpa tuviera problemas en su casa.
―No me gusta que vengas a verme si no has terminado los deberes y has estudiado, que luego me da mal rollo pensando que te van a echar la bronca por mi culpa. Yo los míos los tengo más que hechos y no te los voy a dejar porque te dije que así no me gustan las cosas. Debes comprometerte con tus temas y yo con los míos. ¿Les has dicho a tus padres que salimos?
―Ni pensarlo, tu qué quieres que me maten por las dos partes ¿o qué? Si le digo a mis padres que tengo novio se acabó la historia porque me consideran muy joven y para ellos el amor es perder el tiempo a nuestra edad porque quieren que estudie, mis padres son así.
―Entonces muy poco te tengo que importar si no les dices que me quieres. Martina, hay que luchar por las cosas de la vida, por aquellas que nos importan. Comprométete con tus responsabilidades y así podrás decirles que salimos. Para mí esto va muy en serio. Dentro de nada tenemos que elegir a qué universidad queremos ir o qué queremos hacer y no me quiero jugar mi futuro. Sé que te extraña mi madurez pero también es lo que me imagino que ha hecho que te enamores de mí.
Martina rompió a llorar, sentía que Alan estaba enfadado con ella. Un frío le recorrió la espalda. Era su primera discusión, sintió que él se preocupaba por ella, sintió quererlo de verdad. Se había comportado como una niñata y al escucharlo sintió vergüenza porque ella no tenía las cosas tan claras como él.
―¡Cómo te vea que te subes a la moto de alguien, te pego una colleja que te enteras! ―explosionó su madre, atemorizada de que Martina hiciera de nuevo una de las suyas.
Su madre sabía perfectamente que su hija era muy impulsiva y que con ese impulso se dejaba llevar por todo aquello que tuviera como nombre: «velocidad». En alguna ocasión Martina se había subido a la moto de su amiga María para dar una pequeña vuelta con tan mala suerte o buena suerte, según se mire, que su madre la había pillado.
―-Pero mamá… soy una buena chica…
―¡Eso lo dirás por la cara que tienes, que no tienes ni vergüenza, ni la conoces… pero Martina, espero que te quede bien clarito! Como te vea subir a una moto se te cae el pelo, ya me encargaré yo junto con tu padre de raparte la cabeza, ¡espero no tener que repetírtelo!
Martina agachó la cabeza de nuevo entre sus libros. De repente al mirar sobre la ventana vio a Sabio llegar. El pájaro se posó sobre uno de sus libros y empezó a hablarle:
―Martina, deberías hacerle caso a tu madre. Ya que ella solo quiere que tú seas feliz y que no te estrelles por ahí. A tu edad se es un tanto inconsciente y es posible que te pueda pasar algo por ser imprudente. Sólo he venido para avisarte, dentro de poco sabrás que no soy el único que piensa así.
Martina se quedó callada durante un largo periodo de tiempo. En realidad se asustó. Por un lado su madre «no te subas a una moto», ahora llega Sabio y le aconseja también que no lo haga. ¿Qué estaría pasando?
Su gran sorpresa fue cuando llegó esa tarde a ver a Alan. Una moto radiante la esperaba en la esquina de casa y junto a ella su novio. Se lanzó a sus brazos como una colegiala. Alan no se negó a sus besos.
―¿Pero cuándo te has comprado esta moto tan guapa?
―Te tenía reservada la sorpresa, pero sólo para que la vieras, porque te recuerdo que tus padres no te dejan subir. Me la han regalado mis padres por mi cumpleaños. Yo es que me curro que me regalen estas cosas ¿sabes? Soy un buen hijo.
El tono de Alan era divertido y vacilón. Martina aprovechó la ocasión para convencerlo.
―Pero Alan… por favor… sólo una vuelta… por fa…
Alan se le quedó mirando fijamente a los ojos y cogiéndole la cara entre sus manos le dijo: ―Martina, mi cielo, no voy a permitir que subas sin el consentimiento de tus padres, te quiero tanto que no quisiera perderte y si tus padres se enteran nunca me lo perdonarán. Debes entenderlo. Martina le devolvió la mirada con lágrimas en los ojos, mientras agachaba la cabeza con gesto de resignación mientras pensaba: ahora comprendo lo que Sabio me quiso decir.
―¡Estoy equivocada! No debería hablarle así a mi madre y encima ni tan siquiera le pido perdón, me estoy convirtiendo en una mala persona.
Martina se levantaba todos los días igual. Estos pensamientos se repetían de forma continuada, y no podía hacer nada con estas ideas. Ella sólo veía que le gritaba a su madre, no le hacía caso y le hablaba mal. A veces le pedía perdón, pero eso no era suficiente porque lo importante era que ese comportamiento fuera distinto.
―Por favor Sabio, te necesito, ¡esto no hay quien lo aguante!
Pero Sabio no aparecía. Hacía días que no sabía nada de él, en realidad semanas.
Se asomó a la ventana para ver si lo veía por algún árbol y de repente escuchó una voz en el interior de la habitación:
―Tienes que volver a la realidad, tiene que llegar el momento en el que esa venda que te tapa los ojos se caiga. Tienes un problema que te está afectando y te voy a preguntar unas cosillas para poder aconsejarte mejor, ¿vale?
Martina se quedó perpleja. Sabio estaba encima del armario, como si hiciera tiempo que permanecía allí.
―Esta bien, pregunta.
―Bueno, ¿desde cuando tienes tan mala gaita?
―Desde hace dos semanas.
―¿Estas durmiendo bien?
―No, por las cosas que me pasan. Creo que me van a suspender casi todas porque no me gusta lo que estoy estudiando y encima con Alan estoy fatal. Es que no me deja ni subir en su moto porque dice que como mis padres no me dejan que él tampoco. Eso me pasa por salir con un chico maduro, pero guapo, ¡claro! y si quieres saber más todavía te diré que también tengo problemas conmigo misma, soy de una manera que no me gusta nada.
―-¿Qué es lo que no te gusta nada de ti?–
― Mi mal humor, que no sé cómo controlarlo y encima me revienta tener que pagarlo con mi madre.–
-―¿Es con la única persona con quien lo pagas?
―Sí.
―Pues no es justo. Encima que tu madre está por ti. Encima que te pasa algunas cosas que si yo fuera tu padre no veas lo que habría hecho ya contigo.
―Qué me habrías hecho?
―Pues castigarte y enfadarme porque no te veo que estés haciendo esfuerzos. Te dedicas el día a pensar en tu novio y no te organizas y para colmo cuando tu madre te despierta por la mañana, aspecto que no debería ser así porque tienes edad de despertarte sola, encima coges y le gritas. Muy mal, vamos… fatal.
―Vale Sabio, ya te tengo a ti para que me eches la bronca, no me hace falta que venga mi madre a reñirme que ya estás tú.
―Mira, lo primero que tienes que hacer para calmar tu mal humor es reconocer que estas equivocada y eso ya lo has hecho. Después hablar con tu madre y pedirle perdón, dile lo que te está pasando y sincérate con ella y tercero, empieza a corregir tu error porque para eso tienes tu inteligencia. Cuando te levantes por la mañana piensa «debo tratar a los demás como quiero que me traten a mí». ¿Crees que lo puedes conseguir?
—Sí, tampoco es tan difícil. Es decir, que me organice, que me controle, que sea amable, que haga un esfuerzo y que hable con mi madres sobre los estudios para ver este año que viene que voy hacer con mi vida.
Veo que lo has captado perfectamente.
―Lo voy hacer ahora mismo. Gracias Sabio. ¡Qué suerte tengo de tenerte!
Martina despertó en el hospital. No daba crédito a que su pierna estuviera escayolada. Cuando giró la vista allí estaban sus padres y a su lado a las tres mejores amigas que tenía. Faltaba Alan. Hacía un año que a Claudia le había pasado lo mismo que a Martina. Había tenido un accidente de moto. Allí estaban todas para apoyarla en lo que necesitara. Principalmente para que su madre no terminara de matarla. Había cometido un grave error. Le prometió a su madre que no se subiría en la moto. Sin embargo, se empeñó y se empeñó hasta que convenció a Alan una tarde para dar sólo una vuelta pequeña despacito.
Alan se encontraba en la habitación de al lado. Había salido peor parado. Estaba inconsciente. Todo había ocurrido muy rápido. En la primera rotonda alguien no cedió el paso y se los llevó por delante. A penas habían pasado cinco minutos y apareció la desdicha.
El hermano de Alan apareció en escena, acababa de salir de la habitación de su hermano que empezaba a despertar. Los médicos les habían comunicado que todo iría bien, que simplemente tenía una conmoción y que no se había roto nada, que era cuestión de un poco de tiempo y que había sido más un susto que otra cosa. En realidad no había sido culpa de ellos. Sin embargo lo importante es que Martina había desobedecido y ahora Alan quedaba como un inconsciente ante los padres de ella.
―¿Dónde está Alan?, por favor… ¿dónde está?
―Tranquilízate. Alan está bien.
La voz de su madre calmó a Martina.
―¿Por qué has hecho esto Martina? ¿Qué pretendes…matarnos a disgustos?
El padre miró a la madre como indicándole que callara que no era el momento.
―Hablaremos en casa Martina. No pienses que esto se va a quedar así. Sólo agradezco que no te haya pasado nada, que estés viva…pero hija…sé que no ha sido culpa vuestra… no podría soportarlo Martina…no debes engañarme nunca más.
―Mamá, estoy avergonzada. A veces pienso que con todo lo que creo que soy, no soy nada. Alan no tuvo nada que ver. Yo me empeñé en ir en moto y no paré hasta convencerlo.
―No lo excuses que él también es culpable. Porque tenía que haberte dicho que no y no lo hizo. Sólo con que se hubiera negado ahora no estaríais aquí y da gracias a que al chico tampoco le ha pasado gran cosa.
Las lágrimas de Martina daban muestras de su estado. No podía parar de llorar. El arrepentimiento cada vez era mayor. Se sumergió en un dolor profundo y se mantuvo en silencio durante un largo rato.
Cuando llegaron a casa y se tumbó en la cama se puso a pensar: «No puedo más. Sabio por Dios háblame. Te necesito. No me dejes sola en estos momentos»
Sabio apareció por la ventana que Martina había dejado abierta por si venía a visitarla.
―De todo se aprende Martina. Como puedes ver esto es simplemente un aviso y una oportunidad en la vida para que veas que puedes cambiar. Sé que has cambiado mucho pero que estás en ello. El pobre Alan se ha pegado un susto de muerte y me imagino que tú también. Ahora es cuestión de un tiempo con la escayola. Vamos a ver si eres capaz de ser una buena paciente y no discutir con los de tu casa. Cuando tengas que pedir que te traigan algo hazlo con un «por favor» por delante y detrás un «gracias» que parece que se te olvida que forma parte de la educación.
―¿No tienes nada más que decirme?
―De momento creo que tienes bastante. Te voy a dejar reflexionar sobre tu inconsciencia y mañana hablaremos más profundamente.
Salir de su jaula era el objetivo de Martina. Hacía ya un par de meses que se sentía desorganizada y abandonada a su suerte ante los terribles exámenes que la acechaban cada semana. Los libros por los suelos, el ordenador sin batería y no sabía dónde había dejado el cargador, los bolígrafos tirados por la mesa. Y encima de cama… tirada estaba Martina. Sus manos cubrían su cara como gesto de desesperación. Todo era un caos.
A los pocos minutos entraba en su cuarto su madre. Sus ojos permanecieron abiertos durante unos segundos expresando un susto tremendo ante la situación de desolación y de alboroto que presentaba el cuarto y al mismo tiempo su hija.
―¡Martina, por Dios! ¿Qué está pasando aquí? ¿Cómo es posible que puedas estudiar con todo este lío? Voy a cerrar la puerta y en treinta minutos la voy a volver a abrir como si esto nunca hubiera ocurrido. Más te vale que esté todo en orden. Y empiezo a contar ¡ya! uno, dos, tres…
Su madre cerró la puerta suavemente, pero Martina sabía que si la volvía a abrir y no veía todo en orden no la volvería a cerrar tan suave.
De golpe Martina saltó de la cama. Se puso música y empezó a recoger sus libros y todo lo que estaba tirado a su alrededor. Parecía que en sus manos había magia. Un par de minutos después de trascurridos los treinta, apareció su madre por la puerta. La abrió muy lentamente y… ¡sorpresa! No podía dar crédito a lo que estaba viendo, todo perfectamente recogido y a Martina sentada en su silla de estudio intentado concentrarse. En el fondo Martina se había pegado un atracón de velocidad y estaba intentando disimular ante los libros, haciendo como que estudiaba. Sin embargo, su mente estaba en otro lado. Su máxima preocupación era ¿qué quería conseguir en esta vida? ¿hacia dónde iba a canalizar su futuro? ¿qué quería estudiar, qué profesión?
Se dio cuenta de que al tener su habitación totalmente organizada su mente empezaba a organizarse también. Entre tanto pensamiento sonó su móvil. Era Alan.
―¿Qué haces?
―Pues ya ves… aquí, metida en mi jaula. Estoy como loca. Acabo de pegarme la paliza del siglo. Lo tenía todo tirado por la habitación, incluido mi cerebro, hasta que ha llegado mi madre. No le ha dado tiempo ni a echarme la bronca. No sé qué le pasa, parece que vaya a un psicólogo que le asesora como debe comportarse conmigo porque… macho, ha dado resultado. Coge, entra y me dice que me da 30 minutos para que arregle la habitación y que va hacer como que no ha visto nada. Esto en otra ocasión hubiera sido un guantazo y sin salir el fin de semana. No veas de la que me he librado.
―Martina, tranquilízate. Si tu madre va a un psicólogo me alegro porque por lo menos se van aclarando las cosas en tu casa. Y sobre tenerlo todo tirado por ahí… no sé, tú misma. ¿Quién decía eso de que tal cual está la habitación de una persona así tiene la cabeza?
―¡Qué fuerte! Si hombre, ahora échame tú el sermón. No me lo echa mi madre y va y me lo sueltas tú. ¿Pues sabes lo que te digo? ¡Que te cuelgo!
―Si me cuelgas no me llames más.
―Vale, pues no te llamaré.
―Martina, ¿vas en serio? ¿a ti que narices te pasa hoy?
―A mi nada. Bueno, que estoy un poco hasta el gorro, por no decir otra cosa. Me parece que mi vida es un caos. Tengo tanto que estudiar que no me aclaro ni yo. Y encima tengo que decidir pronto que voy a querer hacer con mi vida.
―Piénsalo y me llamas. Siéntate contigo y con tu almohada y organízate mejor.
Alan colgó el teléfono y Martina se quedó muy pensativa.
«Sabio» hizo acto de presencia. Se había posado con mucha elegancia sobre la mesa de estudio la joven.
―Vaya, ¡de la que te has librado! La verdad es que reaccionas bastante rápido. Bueno, la cuestión es que estás un tanto preocupada por tu futuro y no es para menos. Y digo yo… ¿por qué no te sientas con tus padres y hablas tranquilamente de lo que te preocupa? ellos sabrán orientarte y si no, acudirán a algún profesional para que te oriente. También tienes a tu tutor del instituto.
―Caramba «Sabio», te agradezco tu atención enormemente. ¿Sabes? Lo voy hacer esta misma noche porque quiero dormir tranquila de una vez, llevo comiéndome la cabeza más de un mes, pero esta vez en serio. Voy a sentarme con mis padres y luego hablaré con mi tutora. Eres un cielo.
Como si por arte de magia se tratara, Martina empezó a cambiar. Dejó de ser esa joven inmadura a la que todo le daba igual. Hasta ella misma se sorprendía de lo cambiada que estaba. «Sabio» había sido una de las piezas importantes en su vida, también Alan y cómo no… sus queridos padres a los que poco a poco fue entendiendo mejor. Ahora su habitación siempre estaba arreglada, podía llevar bien una organización en sus estudios, entendía a su madre cuando llegaba cansada del trabajo y no tenía ganas de líos, y consiguió mantener con su padre unas conversaciones muy divertidas acerca de la música enseñándole a organizarlas en el ordenador. Hasta incluso llegó a disculparse con Alan por haber insistido tanto en subirse a la moto para después acabar estrellados en el asfalto. Todo pasaba por algo. Seguramente para aprender.
―Alan, ¿podríamos ir al concierto de Pablo Alborán que hacen en Elche?
―¿Pero si ahí solo van las tías?
―¡Mentira! Anda qué tú también, ¿sólo van las tías? Eso lo dirás tú. No seas ñoña que cuando a ti te gusta algún cantante… bien que me toca ir contigo.
―Valeee… iremos. ¿Y sabes por qué iremos?
―Me espero cualquier respuesta rara, ¡acepto ir en moto!
Las risas de Martina se escuchaban por toda la habitación, hacía mucho tiempo que no reía así. Se acercaba fin de curso y Martina había tomado una decisión sobre su vida. Quería estudiar idiomas. Para ello sus padres le propusieron que se marchara a Londres un mes verano y empezar a aprender. Ella estaba tremendamente ilusionada. Se marchaba con tres amigas.
Hasta había crecido en el amor. Alan significaba para ella alguien muy especial. Era un jovencito de rasgos malagueños, sonrisa permanente, mirada perdida y cabello al viento. Ella una jovencita de la provincia de Alicante, mirada avispada, dentadura perfecta, piel tan blanca como la nieve y una dulce voz que le hacía ser muy delicada, aunque había que reconocer que cuando se le subían los humos, los pelos se le ponían de punta y su mirada avispada se volvía felina. Es más, sus padres siempre la llamaban “gatuchi”. Hasta sus amigos más íntimos, el día que escucharon que sus padres la llamaban así, rompieron a reír de tal forma y les hizo tanta gracia que desde entonces cambiaron el apodo de “gatuchi” por el de “guchi”. A partir de entonces, todos la llamaban así.
Todo estaba perfectamente organizado. El único problema era de dónde iban a sacar una cabra porque ella era el regalo. Alan cumplía 19 años. Resultaba que su más íntimo amigo era el amigo del hermano de Martina, Ismael. Desde que eran pequeños su relación había sido muy profunda. Nunca discutían, ni tan siquiera cuando Ismael le contó a Alan que había decidido irse a buscar trabajo fuera de España. Alan animó a su amigo y le deseo suerte en su proyecto. Y ahora, un año después, Ismael regresaba a su tierra y Alan no lo sabía. Aparecería en la fiesta de su amigo con una cabra atada a su muñeca que llevaría un lazo azul entre las orejas con un cartel que pondría Feliz Cumpleaños. Luego la adoptarían como mascota del grupo de amigos y la cuidarían en la casa de campo del padre de Ismael.
Lo que iban a organizar sería un auténtico cachondeo y que terminaría en un sinfín de risas inevitables. El primo de Ismael había contribuido dejando el local para celebrar la fiesta de Alan.
―Ismael, ¿ya tienes la cabra? ―le preguntó Martina al amigo de su hermano porque faltaban 4 horas para el gran momento.
―Ya sabes que tienes que traerla a las 9 de la noche, allí estaremos todos. Ya le habremos dado la sorpresa de encontrarnos a todos. Al final el local de Raúl se ha podido acondicionar y cabemos los veinticinco. El problema ha estado con la pasta, al final me ha dejado mi padre 50 euros y les he dicho a cada uno que traigan algo de su casa que no me llega el dinero para tanto. Ya veremos. Ahora están allí terminando de organizarlo todo y muertos de frío. ¿Qué hacemos con la calefacción?
―Hombre… algo hay que poner Martina. Anda que tú también decirlo a última hora… ya podías haberlo dicho antes que para eso eres tía y vosotras caéis más en esas cosas que nosotros. ¿Cómo voy a pensar yo si hace frío o no hace frío?
―¿Con qué es cosa de tías, no? Ya sabes lo que pasó la última vez allí, ¿no? Tu querida hermana pequeña empezó a contar una historia increíble. Eso fue en el último cumpleaños de Raúl que también lo celebramos allí. No veas que miedo pasamos.
―¿Qué historia?—Ismael se quedó sentado mirando fijamente a Martina, con cara perpleja.
―Muy fuerte, no sé si contártela. ¿Pues no se le ocurre a la petarda ésta contar que encontraron a mi tía Rita muerta en el local una fría noche de invierno? Qué no sabían de qué había muerto y al final ni se había muerto ni la habían encontrado, solo habían visto que en el suelo estaba un manojo de pelos atado con una cuerda. ¡Qué susto! La gente se quedó muy asustada.
―¿Pelos?
―Síííí, pelos… el pelo que te estoy tomando… ja, ja, ja.
Los jóvenes rieron y rieron.
―¡Qué fuerte eres! Y yo que idiota estoy porque mira que esta historia ya ha salido en internet muchas veces… pues siempre caigo. Voy a tener que mirarme esto, ¿eh?
La fiesta trascurrió de una forma inolvidable. Bailaron junto a la cabra sacando videos y fotos para el recuerdo de todos.
Alan y Martina fueron las piezas estrellas. Y Sabio hizo una presencia muy leve para comprobar que todo estaba en orden y que los jóvenes estaban disfrutando con sentido común.
Todo empezó en una agotadora clase de Educación Física. Era jueves por la tarde y el profesor les había mandado correr durante una hora ¡Maldita prueba de resistencia! De repente el silbato del profesor interrumpió los pensamientos de Martina. Inmediatamente miró a Esther, su mejor amiga y con cara de susto le dijo:
―¡Madre de Dios! No hago más que darle vueltas al tema de que hoy es el último capítulo que escribimos en este libro. ¿Sabes lo que significa esto?
―¡Que hasta luego Lucas! dijo Esther a carcajada limpia. Pero vamos a ver Martina, ¿pues no sabíamos que cuando empezamos a escribir estas historias tarde o temprano llegarían a su fin? ¿O es que piensas que el lector va a estar eternamente leyendo tus chorradas?
―¿Perdonaaa? ¿Chorradas? ¡Chorradas las tuyas guapa! Me estas ofendiendo, ¿sabes? que yo esto lo he hecho durante un año y con mucho cariño. Y lo que más deseo es que a nuestros queridos lectores les haya gustado mucho y es más, que les pueda servir para algo.
En ese instante hizo acto de presencia «El Sabio» y con gesto cariñoso añadió:
―A ver chicas si nos centramos. El objetivo principal de este librito siempre ha sido el transmitir nuestros valores y nuestras ideas. Tu Martina eres una jovencita estupenda que ha sabido en casi todos los momentos estar a la altura de las circunstancias. Has descubierto el amor, lo importante que es la amistad y que debe saber ser bien elegida y mantenida. Has entendido que uno no puede estar conviviendo con los padres y no hacer absolutamente nada en casa. Que la colaboración es imprescindible así como el manejo de las responsabilidades. Esto es lo que hace grande a una persona; el sentido común y se adquiere con el crecimiento y esfuerzo.
También es verdad que ha pasado el tiempo y has ido creciendo y esto ha hecho que veas las cosas de otra manera. Mis más sinceras felicitaciones, ha sido todo un éxito.
Y ahora ya ha llegado la hora de agradecer de nuevo a los lectores el amor y las sonrisas, que sin verlas, hemos intuido que han sido esbozadas a lo largo de estas pequeñas historias.
Alrededor de un 15% de la población mundial, o mil millones de personas, de los que cerca de cuatro millones están en España, viven con algún tipo de discapacidad.
El propósito de celebrar este día es el de concienciar a la población de que las personas que presentan alguna discapacidad tienen los mismos derechos que todas aquellas que no la presentan, así como fomentar su integración en la sociedad y promover la igualdad de oportunidades.
Aún hoy en día predomina en nuestra sociedad la imagen de la “silla de ruedas” como representativa de este colectivo. Sin embargo, más allá de esta mera visión estereotipada, existe una gran variabilidad en cuanto al grado y tipo de discapacidad que puede presentar una persona (ya sea física, intelectual o sensorial) que viene mediatizada en gran parte por el entorno material y sociocultural en el que se desenvuelve.
Según la OMS, la discapacidad “es un término general que abarca las deficiencias, las limitaciones de la actividad y las restricciones de la participación. Las deficiencias son problemas que afectan a una estructura o función corporal; las limitaciones de la actividad son dificultades para ejecutar acciones o tareas, y las restricciones de la participación son problemas para participar en situaciones vitales”.
Así pues, la discapacidad está, en gran parte, en función del medio en que la persona se desenvuelve, ya que según las facilidades que existen en el entorno, la discapacidad se manifiesta de forma más aguda o apenas inapreciable. Si el entorno no se adapta a las limitaciones de los personas se hacen más patentes sus discapacidades. La discapacidad, por tanto, pasa de ser un problema personal a un problema de dimensión social: si la sociedad no es capaz de crear entornos accesibles para todas las personas, es la propia sociedad la que está discapacitada para atender las necesidades de todos sus ciudadanos.
El día de hoy puede servirnos para pararnos a pensar un poco más en estas personas, que a veces tenemos olvidadas en las exigencias del día a día. Es nuestro deber como ciudadanos sensibilizarnos con este colectivo y preguntarnos si de verdad estamos haciendo por integrarlas plenamente en la sociedad; en si de verdad nos hemos puesto alguna vez en su lugar (con las barreras físicas y humanas con las que todavía hoy se encuentran); en si de verdad respetamos su dignidad inherente, como la de cualquier otro ciudadano; en si de verdad promovemos que tomen sus propias decisiones y no las tomen otros por ellos; en si de verdad no las discriminamos, negativa ni positivamente; en si de verdad velamos por que reciban todos los apoyos humanos, técnicos y servicios especializados que necesitan; en definitiva, en si de verdad viven su vida todo lo plena y satisfactoria que pueden y deben vivirla.
Que el día de hoy nos recuerde que la sociedad NO se divide en personas “normales” y “discapacitadas”, que una discapacidad no define a una persona y que siempre, siempre, siempre hemos de ver primero a la persona, y luego a su discapacidad (y no al revés).
¿Acaso no somos todos ciertamente discapacitados? Todos lo somos, unos más que otros, pero todos lo somos. La discapacidad, como la capacidad, forma parte de la naturaleza humana: de la misma forma que tenemos capacidades, tenemos discapacidades que no son más que la pérdida de capacidades, por lo tanto, la capacidad y la discapacidad son inherentes al ser humano. A lo largo de nuestra vida, nos movemos en procesos de adquisición y pérdida de capacidades desde que nacemos hasta el final de la vida. Por lo tanto, podemos afirmar que todas las personas somos dependientes en cierta medida, la diferencia radica en el grado de dependencia que tenemos de los demás.
Por suerte, la discapacidad, en general, no impide a la persona ser feliz, disfrutar de las oportunidades que la vida ofrece, salvo que su actitud obstaculice esta vivencia natural de discapacidad. La discapacidad limita pero no impide: la discapacidad es un obstáculo, no una imposibilidad.
Así pues, las personas con discapacidad pueden conseguir muchas metas si les damos las oportunidades y si mantienen una adecuada actitud, centrada en las cosas que SÍ pueden hacer.
Nuestra actitud, en ocasiones, condiciona nuestra aptitud. ¿Acaso a veces no somos nosotros mismos los que nos creamos las discapacidades, los que nos ponemos las barreras, los que nos autoconvencemos de que no podemos hacer algo (y, por tanto, terminamos por no poder hacerlo por mera profecía autocumplida)? Muchas veces somos nosotros quienes nos inventamos limitaciones que en realidad no existen, y lo importante ahí es saber diferenciar las que son reales y las que son fruto de nuestros propios miedos.
A veces creemos que no podemos conseguir tal o cual cosa y esperamos que la felicidad nos venga de fuera, de la fortuna de la vida, de que salgan bien nuestros planes, de las personas que nos rodean… Es más inteligente buscarla, sobre todo, en nuestras propias oportunidades y posibilidades, en la vivencia de cada momento. Cada instante guarda un pequeño tesoro si aprendemos a vivirlo, con un grado u otro de limitación.
Pues, en la gran mayoría de situaciones en la vida, como bien dice el refrán, “querer es poder”. El límite lo pones TÚ.
— No se lo he dicho a nadie y hace mucho tiempo que lo hago. Al final me he decidido a venir porque esto es un problema y gordo. Como y vomito, como y vomito. Llevo una semana notándome ácido en los dientes. Cuando me paso la lengua puedo notar unas asperezas que no consigo quitarme ni lavándomelos con fuerza. Leí que era el ácido que se queda después de vomitar. También leí que se va quemando la tráquea.
Lorena era una joven risueña, cariñosa, dominaba muy bien sus habilidades sociales, solía gustar a todo el mundo. Con sus 20 años estaba dispuesta a ser una triunfadora. Buena estudiante de farmacia y con trabajo los fines de semana para poder costearse sus caprichos. Su cuerpo era redondeado y siempre tenía apetito. Su ansiedad y su baja autoestima le provocaban continuamente una falta de aceptación importante que se manifestaba en sus vómitos. Padecía de un trastorno alimentario llamado bulimia.
—Cuéntame cómo empezó todo Lorena.
La psicoterapeuta miraba a la joven muy atentamente. Lorena terminó de acomodarse en el diván. Tomó aire y suspiró lentamente elevando la mirada hacia el techo intentando recordar.
—Yo tenía aproximadamente 12 años cuando empecé a darme cuenta que mi cuerpo cambiaba y se hacía cada vez más ancho. Siempre he comido mucho porque siempre tengo hambre. Mis muslos eran impresionantes, yo los veía muy grandes y los sigo viendo. En clase me sentía la más gorda y la más fea. Siempre pensaba que todos me miraban y no podía gritar ¡dejad de mirarme! Un día de navidad, después de comer y comer, me sentí muy pesada. Antes de las fiestas había oído como una amiga le decía a otra que ella vomitaba lo que comía porque no quería verse gorda, que bastantes había ya en clase y pensé que hablaban de mí. Así que me dirigí al baño y me metí los dedos para provocarme el vómito. Aquella fue la primera vez y a partir de ahí empezó mi calvario. Este calvario al principio me gustaba, me hacía sentirme ligera… vacía… ya podía comer y comer que acto seguido me iba al aseo para despedirme de lo que había comido. ¡Qué equivocada estaba! En realidad, no adelgazaba, lo que hacía era no engordar más y meterme en un bucle absurdo de enfermedad en solitario porque no me atrevía a contarlo. Ahora tengo 20 años y no puedo parar. Antes de comer ya tengo en la mente lo que voy hacer. Miro la comida y la deseo, me lo como, me sacio y luego lo tiro. Empecé a preocuparme hace unas semanas, no sólo por el ácido, más bien porque no quería verme así toda la vida. Sobre todo, porque arrastraba muchos años la sensación de ser observada por todos y mi mente no dejaba de gritar ¡dejad de mirarme! de una forma obsesiva. Esta frase es la que me persigue, hayan pasado los años que hayan pasado, siento que me observan y piensan… ¿dónde va esa gorda?
—¿Cómo comen tus padres? Intenta describirme cómo es la forma en que se alimentan y qué ocurre a la hora de comer o cenar en tu casa. Es posible que todo haya empezado con pequeñas grabaciones que han creado tus voces críticas y que resultan muy dañinas para tu autoestima.
—¿Voces críticas? Yo no oigo voces. A ver si es que ahora te vas a pensar que soy esquizofrénica o algo así.
—No, por supuesto que no Lorena. Me refiero a la voz crítica interior, todas las personas la tenemos. Pero quien tiene baja autoestima tienden a tener una voz crítica enfermiza. Esa voz se encarga de recordarnos los fracasos y nunca de los logros, nos pide que seamos los mejores, y si no lo somos, no somos nadie. Imagínate si es importante porque envenena nuestros sentimientos y lo peor, que siempre la creemos. Pero… háblame de tu madre.
—Pues esa voz interior la tengo yo en mi cabeza siempre. No se cómo callarla. Mi madre siempre ha sido una mujer que ha comido muy bien, le ha gustado todo lo anti-grasa y muy disciplinada. En casa apenas ha habido magdalenas, chocolate, helados… en fin, cosas que yo he visto en casa de otros niños. Siempre ha estado a dieta porque es muy propensa a engordar… como yo.
—Ya… pero hacer dieta es controlar el peso de forma inteligente… vomitar y entrar en un trastorno alimentario como la bulimia es hacerlo de forma “estúpida” y no quiero que por el hecho de usar la palabra “estúpida” pienses que te estoy ofendiendo.
—¡Vaya! Ofenderme… ofenderme… no, pero me ha sonado muy mal que me dijeras que estoy haciendo una estupidez.
—¿Es que no lo estás haciendo así?
—Si, si… la verdad es que mi madre siempre ha hecho el esfuerzo de mantenerse, ha estado a dieta, pero también ha sabido disfrutar de la comida y cuando se ha pasado comiendo, lo que ha hecho es irse hacer deporte y ha quemado el exceso de calorías. Sin embargo, yo, si me he pasado me he quedado en el sofá viendo una película y en el primer anuncio no he aguantado más… y he vomitado y el caso es que lo intento. Intento no pasarme… pues me paso. Intento no vomitar… pues vomito. Es un sin vivir. ¿Qué me está pasando?
—Vayamos a tu padre. ¿Cómo se alimenta tu padre?
—Mi padre es un hombre de estructura física normal, ni gordo ni delgado, ni alto, ni bajo… es un entusiasta del deporte, le encanta que lo vean bien.
—¿Crees que hace deporte sólo para que lo vean bien?
—Pues no lo sé. Yo creo que sí, ¿puede ser por algo más que para que digan “mira, que cuerpazo tiene Carlos?
La psicoterapeuta miró a Lorena de una forma muy afectiva. Se quitó las gafas de vista inclinándose ligeramente hacia ella y le dijo:
—Piensa Lorena ¿qué otro motivo puede impulsar a una persona hacer deporte y entusiasmarse, al margen de para tener buena imagen?
—A ver… que aquí en psicología cada palabra es una emoción… déjame pensar… puede ser que para que lo vean bien y para SENTIRSE bien?
—¡Eso es otra cosa! Por supuesto que para SENTIRSE bien. Tu problema está en que aprendiste que es importarte que te vean bien y no has asimilado que lo más importante es que TÚ TE SIENTAS BIEN. Por esa razón siempre estas luchando, no haciendo esfuerzos, vomitando sin sentido, quemándote por dentro, desajustándote emocionalmente y mostrando tu negatividad.
—¡Vale! Muy bonito todo… pero ¿cómo se hace eso de dejar de vomitar?
La psicoterapeuta sacó una pequeña libreta vacía y se la entregó a la joven. Le indicó que en ella debía anotar todos los días, desde que se levantaba hasta que se acostaba, todo lo que comía y si vomitaba debería anotar si ese día había tenido algún episodio estresante como enfadarse con alguien, discutir con sus padres, enfrentarse a exámenes, frustrarse por no conseguir algo… en definitiva, situaciones que le provocaran un malestar interior. Con este registro observarían qué días vomitaba y cuál era la raíz de ese día para vomitar. Lorena empezó a darse cuenta que la mayoría de las veces, desde que empezó el tratamiento, los vómitos obedecían a discusiones con su madre porque a pesar de las notas que sacaba y los esfuerzos que hacía por estudiar, su madre la juzgaba diciéndole que no le ponía ganas al asunto y que no se considerara tan lista que de lista tenía poco.
En una de las terapias descubrió que le ofendía enormemente que su padre, en tono gracioso, se metiera con sus piernas o que la llamara “mi gordi”. También tomo consciencia de que sus atracones de comida estaban unidos a situaciones de estrés. Controlando el estrés fue capaz de relajarse, organizarse y motivarse para hacer deporte. Cambió el vómito por el deporte, consiguió explicarle a su padre que “su gordi” ya no era “su gordi” si no “su Lorena” y se dio cuenta que para hablar con su madre necesitaba una intermediara, alguien que ayudara a su madre a comprender que sus frases son destructoras de autoestima y no fuente. Y eligió a su tía, la hermana de su madre, porque Lorena había hablado ya tantas veces…, le había explicado por activa y por pasiva que sus frases la ponían nerviosa, que al final optó por entender que a veces es necesario un mediador.
Pasaron los meses y Lorena atendió a todas las pautas de su psicoterapeuta.
Un día de terapia, la joven se acomodó en el diván y después de hablar sobre cómo se iba sintiendo en la vida con su cuerpo y con su mente, añadió:
—¿Sabes? Ayer llovía. Abrí la ventana de mi habitación mientras estudiaba para que el sonido del agua al caer relajara mi cabeza. He perdido los kilos que el médico me recomendó, me siento más segura, no vomito, me he aficionado al deporte, tengo mis amigos y por fin mis padres han entendido parte de mi historia. No les voy a pedir más, por lo menos entienden una parte y con eso me conformo. Desapareció la voz que resonaba en mi cabeza para que los demás dejaran de mirarme… pero lo que más me ha ayudado es un pensamiento, como un pequeño poema que se ha ido construyendo en mi cabeza durante este tiempo y que he querido traerte escrito, para que termines de conocer mi verdadera esencia:
“Solo cuando abrí los ojos ante el espejo, solo cuando vi mi desnudez, cuando entré en mi auténtica alma, solo en ese instante pude entender. Me sentía como hojas de papel esparcidas en una mesa por el viento, como una carta olvidada entre dos libros, unida a la soledad inesperada, atada con mis propias cuerdas, oculta tras un manto gris, navegando en un río de sangre negra… así es como descubrí, que sólo se podía salir del fango si alimentaba a mi alma abandonada, haciéndola grande con mis palabras y sobre todo aceptando y amando cada rincón de mi cuerpo que habito”.
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