LOS CAMBIOS DE MARTINA | Dándose cuenta (Cap. 11)
Como si por arte de magia se tratara, Martina empezó a cambiar. Dejó de ser esa joven inmadura a la que todo le daba igual. Hasta ella misma se sorprendía de lo cambiada que estaba. «Sabio» había sido una de las piezas importantes en su vida, también Alan y cómo no… sus queridos padres a los que poco a poco fue entendiendo mejor. Ahora su habitación siempre estaba arreglada, podía llevar bien una organización en sus estudios, entendía a su madre cuando llegaba cansada del trabajo y no tenía ganas de líos, y consiguió mantener con su padre unas conversaciones muy divertidas acerca de la música enseñándole a organizarlas en el ordenador. Hasta incluso llegó a disculparse con Alan por haber insistido tanto en subirse a la moto para después acabar estrellados en el asfalto. Todo pasaba por algo. Seguramente para aprender.
―Alan, ¿podríamos ir al concierto de Pablo Alborán que hacen en Elche?
―¿Pero si ahí solo van las tías?
―¡Mentira! Anda qué tú también, ¿sólo van las tías? Eso lo dirás tú. No seas ñoña que cuando a ti te gusta algún cantante… bien que me toca ir contigo.
―Valeee… iremos. ¿Y sabes por qué iremos?
―Me espero cualquier respuesta rara, ¡acepto ir en moto!
Las risas de Martina se escuchaban por toda la habitación, hacía mucho tiempo que no reía así. Se acercaba fin de curso y Martina había tomado una decisión sobre su vida. Quería estudiar idiomas. Para ello sus padres le propusieron que se marchara a Londres un mes verano y empezar a aprender. Ella estaba tremendamente ilusionada. Se marchaba con tres amigas.
Hasta había crecido en el amor. Alan significaba para ella alguien muy especial. Era un jovencito de rasgos malagueños, sonrisa permanente, mirada perdida y cabello al viento. Ella una jovencita de la provincia de Alicante, mirada avispada, dentadura perfecta, piel tan blanca como la nieve y una dulce voz que le hacía ser muy delicada, aunque había que reconocer que cuando se le subían los humos, los pelos se le ponían de punta y su mirada avispada se volvía felina. Es más, sus padres siempre la llamaban “gatuchi”. Hasta sus amigos más íntimos, el día que escucharon que sus padres la llamaban así, rompieron a reír de tal forma y les hizo tanta gracia que desde entonces cambiaron el apodo de “gatuchi” por el de “guchi”. A partir de entonces, todos la llamaban así.



