SECRETOS DEL ALMA | ¡Dejad de mirarme!

Música cortesía de: Fernan Birdy/Relax Music

— No se lo he dicho a nadie y hace mucho tiempo que lo hago. Al final me he decidido a venir porque esto es un problema y gordo. Como y vomito, como y vomito. Llevo una semana notándome ácido en los dientes. Cuando me paso la lengua puedo notar unas asperezas que no consigo quitarme ni lavándomelos con fuerza. Leí que era el ácido que se queda después de vomitar. También leí que se va quemando la tráquea.

Lorena era una joven risueña, cariñosa, dominaba muy bien sus habilidades sociales, solía gustar a todo el mundo. Con sus 20 años estaba dispuesta a ser una triunfadora. Buena estudiante de farmacia y con trabajo los fines de semana para poder costearse sus caprichos. Su cuerpo era redondeado y siempre tenía apetito. Su ansiedad y su baja autoestima le provocaban continuamente una falta de aceptación importante que se manifestaba en sus vómitos. Padecía de un trastorno alimentario llamado bulimia.

­—Cuéntame cómo empezó todo Lorena.

La psicoterapeuta miraba a la joven muy atentamente. Lorena terminó de acomodarse en el diván. Tomó aire y suspiró lentamente elevando la mirada hacia el techo intentando recordar.

—Yo tenía aproximadamente 12 años cuando empecé a darme cuenta que mi cuerpo cambiaba y se hacía cada vez más ancho. Siempre he comido mucho porque siempre tengo hambre. Mis muslos eran impresionantes, yo los veía muy grandes y los sigo viendo. En clase me sentía la más gorda y la más fea. Siempre pensaba que todos me miraban y no podía gritar ¡dejad de mirarme! Un día de navidad, después de comer y comer, me sentí muy pesada. Antes de las fiestas había oído como una amiga le decía a otra que ella vomitaba lo que comía porque no quería verse gorda, que bastantes había ya en clase y pensé que hablaban de mí. Así que me dirigí al baño y me metí los dedos para provocarme el vómito. Aquella fue la primera vez y a partir de ahí empezó mi calvario. Este calvario al principio me gustaba, me hacía sentirme ligera… vacía… ya podía comer y comer que acto seguido me iba al aseo para despedirme de lo que había comido. ¡Qué equivocada estaba! En realidad, no adelgazaba, lo que hacía era no engordar más y meterme en un bucle absurdo de enfermedad en solitario porque no me atrevía a contarlo. Ahora tengo 20 años y no puedo parar. Antes de comer ya tengo en la mente lo que voy hacer. Miro la comida y la deseo, me lo como, me sacio y luego lo tiro. Empecé a preocuparme hace unas semanas, no sólo por el ácido, más bien porque no quería verme así toda la vida. Sobre todo, porque arrastraba muchos años la sensación de ser observada por todos y mi mente no dejaba de gritar ¡dejad de mirarme! de una forma obsesiva. Esta frase es la que me persigue, hayan pasado los años que hayan pasado, siento que me observan y piensan… ¿dónde va esa gorda?

—¿Cómo comen tus padres? Intenta describirme cómo es la forma en que se alimentan y qué ocurre a la hora de comer o cenar en tu casa. Es posible que todo haya empezado con pequeñas grabaciones que han creado tus voces críticas y que resultan muy dañinas para tu autoestima.

—¿Voces críticas? Yo no oigo voces. A ver si es que ahora te vas a pensar que soy esquizofrénica o algo así.

—No, por supuesto que no Lorena. Me refiero a la voz crítica interior, todas las personas la tenemos. Pero quien tiene baja autoestima tienden a tener una voz crítica enfermiza. Esa voz se encarga de recordarnos los fracasos y nunca de los logros, nos pide que seamos los mejores, y si no lo somos, no somos nadie. Imagínate si es importante porque envenena nuestros sentimientos y lo peor, que siempre la creemos. Pero… háblame de tu madre.

—Pues esa voz interior la tengo yo en mi cabeza siempre. No se cómo callarla. Mi madre siempre ha sido una mujer que ha comido muy bien, le ha gustado todo lo anti-grasa y muy disciplinada. En casa apenas ha habido magdalenas, chocolate, helados… en fin, cosas que yo he visto en casa de otros niños. Siempre ha estado a dieta porque es muy propensa a engordar… como yo.

—Ya… pero hacer dieta es controlar el peso de forma inteligente… vomitar y entrar en un trastorno alimentario como la bulimia es hacerlo de forma “estúpida” y no quiero que por el hecho de usar la palabra “estúpida” pienses que te estoy ofendiendo.

—¡Vaya! Ofenderme… ofenderme… no, pero me ha sonado muy mal que me dijeras que estoy haciendo una estupidez.

—¿Es que no lo estás haciendo así?

—Si, si… la verdad es que mi madre siempre ha hecho el esfuerzo de mantenerse, ha estado a dieta, pero también ha sabido disfrutar de la comida y cuando se ha pasado comiendo, lo que ha hecho es irse hacer deporte y ha quemado el exceso de calorías. Sin embargo, yo, si me he pasado me he quedado en el sofá viendo una película y en el primer anuncio no he aguantado más… y he vomitado y el caso es que lo intento. Intento no pasarme… pues me paso. Intento no vomitar… pues vomito. Es un sin vivir. ¿Qué me está pasando?

—Vayamos a tu padre. ¿Cómo se alimenta tu padre?

­—Mi padre es un hombre de estructura física normal, ni gordo ni delgado, ni alto, ni bajo… es un entusiasta del deporte, le encanta que lo vean bien.

—¿Crees que hace deporte sólo para que lo vean bien?

—Pues no lo sé. Yo creo que sí, ¿puede ser por algo más que para que digan “mira, que cuerpazo tiene Carlos?

La psicoterapeuta miró a Lorena de una forma muy afectiva. Se quitó las gafas de vista inclinándose ligeramente hacia ella y le dijo:

—Piensa Lorena ¿qué otro motivo puede impulsar a una persona hacer deporte y entusiasmarse, al margen de para tener buena imagen?

—A ver… que aquí en psicología cada palabra es una emoción… déjame pensar… puede ser que para que lo vean bien y para SENTIRSE bien?

—¡Eso es otra cosa! Por supuesto que para SENTIRSE bien. Tu problema está en que aprendiste que es importarte que te vean bien y no has asimilado que lo más importante es que TÚ TE SIENTAS BIEN. Por esa razón siempre estas luchando, no haciendo esfuerzos, vomitando sin sentido, quemándote por dentro, desajustándote emocionalmente y mostrando tu negatividad.

—¡Vale! Muy bonito todo… pero ¿cómo se hace eso de dejar de vomitar?

La psicoterapeuta sacó una pequeña libreta vacía y se la entregó a la joven. Le indicó que en ella debía anotar todos los días, desde que se levantaba hasta que se acostaba, todo lo que comía y si vomitaba debería anotar si ese día había tenido algún episodio estresante como enfadarse con alguien, discutir con sus padres, enfrentarse a exámenes, frustrarse por no conseguir algo… en definitiva, situaciones que le provocaran un malestar interior. Con este registro observarían qué días vomitaba y cuál era la raíz de ese día para vomitar. Lorena empezó a darse cuenta que la mayoría de las veces, desde que empezó el tratamiento, los vómitos obedecían a discusiones con su madre porque a pesar de las notas que sacaba y los esfuerzos que hacía por estudiar, su madre la juzgaba diciéndole que no le ponía ganas al asunto y que no se considerara tan lista que de lista tenía poco.

En una de las terapias descubrió que le ofendía enormemente que su padre, en tono gracioso, se metiera con sus piernas o que la llamara “mi gordi”. También tomo consciencia de que sus atracones de comida estaban unidos a situaciones de estrés. Controlando el estrés fue capaz de relajarse, organizarse y motivarse para hacer deporte. Cambió el vómito por el deporte, consiguió explicarle a su padre que “su gordi” ya no era “su gordi” si no “su Lorena” y se dio cuenta que para hablar con su madre necesitaba una intermediara, alguien que ayudara a su madre a comprender que sus frases son destructoras de autoestima y no fuente. Y eligió a su tía, la hermana de su madre, porque Lorena había hablado ya tantas veces…, le había explicado por activa y por pasiva que sus frases la ponían nerviosa, que al final optó por entender que a veces es necesario un mediador.

Pasaron los meses y Lorena atendió a todas las pautas de su psicoterapeuta.

Un día de terapia, la joven se acomodó en el diván y después de hablar sobre cómo se iba sintiendo en la vida con su cuerpo y con su mente, añadió:

—¿Sabes? Ayer llovía. Abrí la ventana de mi habitación mientras estudiaba para que el sonido del agua al caer relajara mi cabeza. He perdido los kilos que el médico me recomendó, me siento más segura, no vomito, me he aficionado al deporte, tengo mis amigos y por fin mis padres han entendido parte de mi historia. No les voy a pedir más, por lo menos entienden una parte y con eso me conformo. Desapareció la voz que resonaba en mi cabeza para que los demás dejaran de mirarme… pero lo que más me ha ayudado es un pensamiento, como un pequeño poema que se ha ido construyendo en mi cabeza durante este tiempo y que he querido traerte escrito, para que termines de conocer mi verdadera esencia:

Solo cuando abrí los ojos ante el espejo, solo cuando vi mi desnudez, cuando entré en mi auténtica alma, solo en ese instante pude entender. Me sentía como hojas de papel esparcidas en una mesa por el viento, como una carta olvidada entre dos libros, unida a la soledad inesperada, atada con mis propias cuerdas, oculta tras un manto gris, navegando en un río de sangre negra… así es como descubrí, que sólo se podía salir del fango si alimentaba a mi alma abandonada, haciéndola grande con mis palabras y sobre todo aceptando y amando cada rincón de mi cuerpo que habito”.

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